Comentario
Como la aparición del hombre se considera un acontecimiento trascendente dentro de la Historia del Planeta, puede añadirse que otra característica fundamental de la Prehistoria es que actúa de puente entre las Ciencias de la Tierra y las Ciencias Sociales, o entre los tiempos geológicos y los tiempos históricos, dado que tiene que explicar los procesos que sacaron a nuestra especie de su posición ancestral entre los demás primates y la transformó en los habitantes de las primeras civilizaciones estatales. Esto implica que dentro de la Prehistoria hay diferencias radicales entre sus primeras etapas, cuando el protagonista no es todavía el hombre anatómicamente moderno, y las fases finales, cuando asistimos a la evolución cultural, exponencialmente acelerada, de un hombre semejante, tanto física como intelectual y socialmente, a las poblaciones históricas. Esta dualidad interna se reflejará, inevitablemente, en el contenido de las páginas siguientes.
En la Europa medieval se consideraba que la Historia de la Tierra y la del hombre arcaico estaban explicadas con detalle en la Biblia. Esta creencia pervivió en los siglos siguientes, hasta el punto de que, en el siglo XVII, James Ussher, arzobispo de Armagh, pudo calcular, siguiendo las cronologías contenidas en el Antiguo Testamento, que la Tierra había sido creada en el año 4004 a. C. Unos años después, el doctor John Lightfoot refinó estos cálculos y pudo precisar que la creación del hombre tuvo lugar el 23 de octubre de ese año, a las nueve en punto de la mañana. Numerosos naturalistas de ese mismo siglo y del siguiente, que estaban poniendo entonces los cimientos de la Ciencia occidental, empezaron a aportar considerables evidencias a favor de cronologías algo mayores que las que proponía el Génesis. A comienzos del siglo XIX, los trabajos de J. Hutton, J. Cuvier y, sobre todo, Charles Lyell, habían creado ya la Geología Histórica, con sus eras, sus pisos y sus sucesiones faunísticas. Este envejecimiento en la edad de la Tierra no fue acompañado en un primer momento por un proceso similar en lo que atañe al hombre. Aunque ya desde el mundo clásico algunos autores habían conjeturado que nuestros más lejanos antepasados debían haber vivido en un estado natural de salvajismo extremadamente primitivo, lo cierto es que a comienzos del siglo pasado sólo se aceptaba la existencia de una humanidad antehistórica que se identificaba, en Europa occidental, con aquellos primeros agricultores y ganaderos que, como mucho, eran algo anteriores a la dominación romana y cuyos hábitats y sepulturas habían sido ya objeto de rebuscas por parte de los coleccionistas y arqueólogos de la época. La existencia de un verdadero hombre fósil, contemporáneo de la fauna extinguida del Pleistoceno, no fue aceptada por la comunidad científica hasta mediados de siglo, cuando, tras arduos debates, se reconocieron los trabajos de J. Boucher de Perthes en las terrazas del Somme (Francia), considerado universalmente a partir de entonces el padre de la Prehistoria.
A pesar de que la parte más antigua de la Historia Humana había nacido en el seno de la Geología, su crecimiento hasta el siglo XX iba a estar marcado por el auge de las ideas de Ch. Darwin acerca de la evolución o, más exactamente, por su adaptación al desarrollo cultural bajo lo que se ha denominado Evolucionismo Unilineal, teoría antropológica que guió el pensamiento de los primeros prehistoriadores como J. Lubbock, G. de Mortillet o E. Cartailhac. El reconocimiento de la autenticidad del Arte Paleolítico, en 1902, y las posteriores sistematizaciones de H. Breuil, D. Peyrony o H. Obermaier, junto a los trabajos del gran teórico V. Gordon Childe, marcaron el panorama de la Prehistoria en la primera mitad de este siglo, en lo que podría considerarse su definitivo afianzamiento como ciencia independiente. Tras la Segunda Guerra Mundial, la aparición de los métodos de datación radiométrica y la incorporación de las nuevas tecnologías a los trabajos de campo y de laboratorio han completado su imagen actual, altamente especializada. A nivel teórico, en esta última fase han destacado las aportaciones neoevolucionistas de F. Bordes y A. Leroi-Gourhan como creadores de grandes líneas de investigación en el Paleolítico. En la Prehistoria reciente la situación ha sido más compleja y se ha caracterizado en los últimos años por un cierto debate entre diferentes concepciones de la arqueología prehistórica, debate iniciado en los años sesenta por la denominada New Archaeology y de cuyas secuelas aún se nutre.
La contribución española a este panorama ha sido desigual, pasando de épocas caracterizadas por la tradicional aceptación acrítica y acomplejada de las diferentes teorías generadas fuera de nuestras fronteras, a periodos en que las aportaciones hispanas fueron importantes, cuando no decisivas, en el panorama internacional. Estas irregularidades, desgraciadamente, están en proporción directa con los avatares económicos y sociales del país en el último siglo y medio.
El gran pionero de la Prehistoria española fue el geólogo Casiano de Prado (1797-1866), uno de los científicos más notables de nuestro país, cuyas ideas fueron tan revolucionarias que llegó incluso a ser encarcelado por la Inquisición. En 1864 publicó su Descripción física y geológica de la provincia de Madrid, en la que se cita por primera vez la existencia de instrumentos prehistóricos asociados a fauna pleistocena en el yacimiento de San Isidro (terrazas del río Manzanares, Madrid) e identificados como similares a los hallados por su contemporáneo Boucher de Perthes.
La segunda mitad del siglo XIX va a asistir a la aparición de un grupo de prehistoriadores muy comprometidos con los postulados evolucionistas de sus colegas extranjeros, entre los que cabe citar a J. Vilanova y los hermanos Siret. Es a partir de esta época cuando Marcelino Sanz de Sautuola va a descubrir, en 1879, la cueva de Altamira, aportación fundamental de la incipiente investigación española al panorama internacional. Apoyado por Vilanova, Sautuola va a iniciar un debate que concluiría, ya en el nuevo siglo, con la aceptación del arte paleolítico y el derrumbamiento del mito evolucionista que impedía considerar a los hombres del Pleistoceno capaces de concebir obras maestras de la pintura universal.
A raíz de los trabajos de H. Breuil, H. Obermaier, el Marqués de Cerralbo, H. Alcalde del Río, E. Hernández Pacheco, P. Wernert, el Conde de la Vega del Sella, I. Barandiarán, P. Alsius o J. Pérez de Barradas, la Prehistoria española alcanza su madurez en el primer tercio del siglo XX con una fuerte influencia de las teorías difusionistas de la época. Tras el corte traumático impuesto por la Guerra Civil, una nueva generación, en la que destacan nombres como J. Cabré, L. Pericot, F. Jordá, M. Almagro Basch, J. Maluquer, A. Arribas o P. Bosch Gimpera, entre otros, trabajando en condiciones extremas de falta de medios y aislamiento internacional, va a conseguir mantener la continuidad hasta que, ya en la década de los sesenta, excavaciones como las de Cueva Morín o las de Ambrona, llevadas a cabo por grandes equipos internacionales, van a suponer una renovación disciplinar, ayudando a la formación de las actuales generaciones de prehistoriadores, plenamente integrados de nuevo en el panorama internacional.
El último salto adelante de los estudios sobre la Prehistoria en España estará protagonizado por el equipo de investigadores que trabaja en la sierra de Atapuerca (Burgos) -Carbonell, Arsuaga y Bernaldo de Quirós- quienes, continuando con el excelente trabajo iniciado por Emiliano Aguirre, habrán aportado datos fundamentales y de relevancia internacional para conocer la evolución del ser humano en Europa.